El epitafio de mis padres perpetraba mi mente lacerante. La tierra todavía estaba húmeda, así que al intentar tocar aquel pedazo de roca sentí frías mis rodillas. Rolando había estado junto a mí en cada momento, mas él no comprendía lo que significaba su partida. No habíamos alcanzado a salvarlos, pero lo que profundamente apremiaba mi pecho era que no podría continuar con su labor, no me sentía capaz de asumir aquella responsabilidad. Sin despedirme tomé ropa, mochila, armas y me fui. Caminé con mi escopeta sujeta no sé por cuántos kilómetros, hasta que mi mano se durmió. Así pasé días esquivando hordas de todas clases y tamaños. Las enseñanzas de Omar me sirvieron para ser invisible y alimentarme, hasta que me trajeron aquí.